Por motivos familiares estuve recientemente durante dos semanas en una zona
de la periferia de Madrid. Asistí, junto con mi esposa, a las misas que tuvieron
lugar en la parroquia del distrito en los correspondientes fines de semana,
concretamente los sábados, 24 y 31 de julio. El primero de esos días
constatamos, mi esposa y yo, que la acústica del templo era fatal; no se
entendía nada de lo que se decía desde el presbiterio. El sábado siguiente nos
situamos cerca de uno de los altavoces de la sala, pero el resultado era el
mismo. Se oía el ruido de las voces, pero era imposible saber lo que estaban
diciendo el celebrante y los lectores de los textos litúrgicos. De la homilía del
día 31, yo al predicador le capté una sola palabra: "maná", y comprendí que se
estaba refiriendo al texto evangélico de ese día, que yo conocía, pero no por la
lectura previa de esa celebración, pues no se había entendido nada al lector. El
sábado anterior la cosa había sido similar. Al predicador de la homilía sólo le
capté la expresión: "Pórtico de la Gloria", lo que me hace pensar que quizá
estaba hablando sobre la conocida leyenda de la predicación del apóstol
Santiago en España, pues era el día de la celebración de ese santo.
Yo me preguntaba cómo era posible que ninguno de los feligreses de esa
parroquia hubiese informado al párroco sobre esa anomalía acústica del local.
Me dediqué a mirar los rostros de los asistentes al culto para ver si daba la
impresión que ellos estaban oyendo lo que yo no oía, y lo que me pareció
percibir es lo mismo que cuando miro el semblante de los asistentes al culto en
otras parroquias y en otros lugares: una absoluta indiferencia sobre lo que se
estaba diciendo desde el presbiterio, se oyese o no, se comprendiese o no. Me
vino a la memoria la predicación que oí en otras dos fiestas de Santiago
precisamente. En una de ellas, el predicador, más sincero o mejor informado,
explicó a los asistentes que el apóstol Santiago jamás estuvo en España, ni
vivo ni muerto, y que los restos que se veneran en Compostela pertenecen, en
realidad, a Prisciliano, un obispo que fue condenado como hereje y decapitado
hacia finales del siglo IV. Lógicamente ese predicador dedicó más atención al
Santiago de los Evangelios y el libro de los Hechos de los apóstoles. Si
inicialmente Santiago compartía la ambición de su madre que pidió a Jesús
puestos de privilegio para sus hijos en el poderoso reino mesiánico que se
suponía iba a establecer, después Santiago comprendió la verdadera naturaleza
del reino de Jesús y no dudo en sacrificarse por él. El público recibió esta
lección con la misma indiferencia que si le hubiesen vuelto a contar la
consabida leyenda del Santiago que vino a España a predicar y al que luego
trajeron a enterrar en Galicia. En la otra celebración recordada, al predicador
no parecía interesarle para nada el Santiago del Evangelio, pero tampoco el
apóstol que viajara a España. El único Santiago que parecía interesarle a él era
el de la Batalla de Clavijo, del que dice una leyenda medieval que apareció allí
cabalgando un caballo blanco, enarbolando una bandera con una cruz y
matando a espada a gran cantidad de moros. Entre las "perlas" que este
predicador soltó a su público estaba una frase, que repitió varias veces, y que
decía que la cruz y la espada son una tradición que expresa la esencia de
España.
El caso es que el público de todas esas distintas lecciones sobre la figura de
Santiago reaccionaba de la misma manera indiferente y pasiva a lo que se
decía desde el presbiterio, fuese lo que fuese. En realidad, se podrían
intercambiar los públicos de las diversas versiones sobre Santiago, y la
respuesta hubiese sido la misma, es decir, no hubiese habido ningún tipo de
respuesta. Lo que atrae mi atención ahora no es el asunto de Santiago sino esa
actitud (mejor dicho "no-actitud") del público a las celebraciones religiosas
católicas. Pero a todas; a fin de cuentas, maldita la importancia que tiene que
el cadáver de Compostela sea de Santiago, de Prisciliano o de la vecina del 5º.
Lo verdaderamente preocupante es la deformación religiosa que nuestra
Iglesia estuvo fomentando durante muchos siglos. A esa deformación la
podríamos llamar “Espíritu Tridentino" por llamarla de alguna manera, aunque
quizá le cuadrara mejor la expresión "Mentalidad Constantiniana", pues el
origen del mal no fue el Concilio de Trento sino el siglo IV, la época de los
Césares Constantino y Teodosio.
Ese tipo humano del católico laico que asiste a las ceremonias religiosas de su
parroquia de forma pasiva y descomprometida es un producto acabado de 17
siglos de magisterio eclesiástico de tipo constantiniano. Son unos fieles
católicos que aguantan impasibles lo que les suelte un párroco que ellos no
eligieron, que fue nombrado por un obispo que tampoco eligieron ellos, que a
su vez fue designado por un papa en cuya elección no participó tampoco el
conjunto de miembros de la Iglesia, y que está manipulado por una curia
vaticana sobre la cual no tiene ningún control la membresía eclesial. Ese
colectivo laico está acostumbrado a que le traten como a un eterno menor de
edad. Durante muchos siglos le estuvo vedado el acceso a las escrituras
bíblicas pues no se podían traducir a idiomas que el pueblo hablaba, y hasta
hace no mucho tiempo el idioma litúrgico era el latín, que la casi totalidad de
los laicos no comprendía (y quizá muchos religiosos tampoco).
El culto que se genera en ese medio constantiniano-tridentino ignora a la
comunidad y mata o anula el espíritu asambleario, así como los impulsos
proféticos que pueden surgir en la base del colectivo eclesial. Concibieron la
monstruosa idea de que el culto litúrgico administrado por la jerarquía
eclesial, por medio de un sacerdocio que fue inventado por la misma jerarquía,
es eficaz por mismo al margen de la participación que pueda tener el pueblo
en ella. Por eso las celebraciones eucarísticas son poco o nada participativas.
El celebrante hace todo: consagra, predica, a veces incluso realiza todas las
lecturas de la celebración. No hay sitio ni necesidad de la participación de la
comunidad. A los fieles basta con que asistan y escuchen en silencio lo que se
les diga desde el presbiterio. Esta jerarquía tiene tanta fe en la eficacia de la
liturgia que realiza, que incluso bautiza a niños de corta edad que no pueden
entender lo que se está haciendo. El rol de los fieles católicos en los actos
litúrgicos es el mismo que el de los bebés en su bautizo; no hace falta que
entiendan nada. La eficacia del sacramento opera, según la idea de esta gente,
sin la participación subjetiva del receptor del sacramento. Por eso los fieles
católicos al salir de misa se van con la impresión de haber cumplido un
precepto, aunque no hayan hecho nada, ni hubiesen entendido el sermón, o
incluso sin haberlo oído, como me ocurrió a en la parroquia madrileña
antes mencionada.
A ese colectivo eclesial desmotivado y desinformado se le puede encontrar en
las procesiones del Corpus y en las de Semana Santa, en reuniones de la
"Adoración Perpetua", o "Nocturna", o cosas por el estilo, pero no en un acto
de protesta por el desahucio de una vivienda, o en una manifestación contra
los recortes en la Sanidad, o en una protesta por las restricciones a los
inmigrantes, para apoyar reivindicaciones feministas… Es decir, para ellos el
seguimiento de Jesús de Nazaret es simplemente asistir a los actos de culto.
Parece que ese culto tiene una función alienante, la de apartar a la feligresía
del verdadero seguimiento del Maestro Jesús, que es precisamente ocuparse de
las cosas del mundo para mejorarlo, para construir en él el Reino de Dios.
Uno de los actos mas alienantes de la misa es cuando a los asistentes se nos
pone de pie para recitar una cosa que se llama "Credo", que no figura en
absoluto en la celebración de la Cena que Jesús instituyó. Parece tener la
finalidad de marcar diferencias con otros grupos cristianos que tienen otras
creencias distintas, como si esas diferencias dogmáticas tuviesen alguna
importancia. Jesús no vino a instituir ningún Credo; el seguimiento de Jesús de
Nazaret no es ninguna "ortodoxia" sino una "ortopraxis". Ėl no vino a decirnos
lo que teníamos que creer, sino cómo debíamos actuar. La recitación del
Credo puede tener también un función coercitiva; no olvidemos que la
mentalidad constantiniana-tridentina de nuestra Iglesia generó la odiosa
institución de la Inquisición que perseguía y castigaba desviaciones teológicas.
Ese puede ser también un factor que contribuye a disuadir la expresión de
discrepancias de los laicos con relación al Magisterio de la Iglesia. La
Inquisición sigue existiendo, aunque con otro nombre, y aunque ya no se
entrega a los disidentes al brazo secular para su castigo, a nivel subconsciente
sigue funcionando, en el colectivo que se siente miembro de la Iglesia, un
reparo a incurrir en una contestación que puede ser objeto de penas canónicas.
Así pues, nos seguimos poniendo en pie en la misa para recitar ese Credo que
contiene cosas tan absurdas como que Jesús, después de muerto, bajó a los
infiernos. Creo que es cierto que bajó a los infiernos, pero no fue después de
morir sino cuando nació. Su nacimiento fue bajar al infierno o purgatorio que
constituye este mundo en el que vivimos. Y su finalidad fue convertirlo en un
paraíso, lo que él llamaba Reino de los Cielos o Reino de Dios, y a esa tarea
nos convoca. Pero 20 siglos después el mundo sigue siendo el mismo infierno
que era cuando él vino. Eso significa que no estamos cumpliendo su mandato
de amar al prójimo como a uno mismo. Nos pedirá cuentas si abandonamos el
servicio a nuestro prójimo mientras estamos ocupados en nuestros rezos. ¿Está
nuestra religiosidad centrada en el culto y no en la construcción de un mundo
más justo y más humano?
No podemos negar que nuestra Iglesia da mucha importancia a cuestiones como:
dogmas, rezos, peregrinaciones, procesiones, templos, sacerdotes Todo eso ya
existía en tie
m
pos de Jesús, y antes.
T
odo eso for
m
a parte del aparato ideológico
del sistema, pero Jesús es un antisistema, vino a cambiar el mundo de base. Las
iglesias (no sólo la nuestra) se instalan en los siste
m
as de la injusticia, el privilegio.
y la desigualdad en vez de proceder a su transformación en un paraíso, patria
de la humanidad. El esquema constantiniano fue, precisamente, el maridaje, o
prostitución, de la Iglesia con el poder de los Césares, con el sistema de
dominación. Debemos rechazar los esquemas constantinianos y tridentinos
para recuperar a Jesús de Nazaret, su mensaje y su proyecto revolucionario.
Fastino Castaño